Servicio militar: Por siete días

Por Gonzalo Peltzer
18 de Mayo de 2014

“Habría para aprender miles de cosas en ese año o dos del servicio militar en los que también se nos podía entrenar en las virtudes militares en lugar de contaminarnos con sus vicios”.

Probablemente por un ataque de ADD me equivoqué la fecha de la revisación médica para el servicio militar en Argentina, así que me tocó un día en el que la hacían los rezagados: los que habían quedado como yo para la escoba por el déficit de atención o por obligaciones profesionales, como las de un famoso jugador de fútbol a quien le tocó hacerla justo un puesto antes que el mío en la fila de los futuros reclutas. Confieso que iba divertido y con ganas de hacer la conscripción gracias a las anécdotas infinitas que había oído contar a mis amigos, parientes y compañeros de estudios, a quienes en esos años o mucho antes, les había tocado hacer la conscripción en los lugares más dispares, desde la Policía Federal hasta la Antártida.

Entre los sucedidos, casi siempre muy graciosos que contaban, siempre aparecía el patrón común: un año –2 si te tocaba en la Marina por salir sorteado en los números más altos– en el que aprendías a hacerte duro gracias a las arbitrariedades de los superiores que llegaban a agotar la capacidad de resistencia. Se suponía que así era la guerra: el soldado no piensa, obedece hasta la muerte y así se defiende a la Patria. No hay más discusión. Si lo pensabas un poco era una calamidad. Todo valía para servir a la Patria, hacerse hombre y aprender...

Aprender era lo que me movía. A esa edad había que salir del nido familiar y convivir con gente muy distinta. Entre los estudiantes universitarios ocurría que tenías que obedecer ciegamente a personas con poca formación intelectual que trataban de explicar qué mismo es un proyectil a todo un profesor de física. O que mandaban a un botánico correr hacia unos pinos que eran cipreses.

“–¡Esos no son pinos, mi cabo!”. –“¡Dos días de arresto recluta insolente!”, y se acabó la discusión.

Por eso llegué con ganas pero algo prevenido a mi revisación médica en los fondos del Comando del Primer Cuerpo de Ejército, en Palermo, donde ahora hay un inmenso mall. Cuando pasé el portón de entrada pregunté a un militar barrigón que recibía detrás de un escritorio desvencijado”. ¡Sáquese las manos de los bolsillos!” me contestó con una mezcla de furia y desprecio.

Desde entonces intenté salvarme, así que usé la coartada del soplo al corazón –lo tengo de nacimiento– cuando el médico me auscultó en una fila que parecía la foto de un campo de concentración. Lo conseguí después de siete días porque me mandó al Hospital Militar y ahí me costó una semana convencer a un médico de la inconveniencia de perder un año de mi vida haciendo saltos de rana en un regimiento o servir de mucamo en la casa de un coronel.

Eso era el servicio militar hasta que se acabó: una lamentable pérdida de tiempo. Lo digo ahora que han vuelto a proponerlo en la Argentina como una solución a la inseguridad. Si no fuera una pérdida de tiempo quizá lo haríamos –lo hubiéramos hecho– con gusto. Habría para aprender miles de cosas en ese año o dos del servicio militar en los que también se nos podía entrenar en las virtudes militares en lugar de contaminarnos con sus vicios. Hubiera hecho con gusto la conscripción en la montaña, en un regimiento de paracaidistas, en los mares del sur, navegando los ríos de la Patria o en el escaso aire del altiplano.

Aprenderíamos con gusto a convivir con otros argentinos de nuestra misma edad a quienes jamás hubiéramos tenido ocasión de conocer. Muchos estudiaríamos encantados estrategia o historia militar, utilísima para cualquier situación de la vida y sobre todo para la política. A nadie, en cambio, le interesa perder un segundo de su tiempo. Y eso era el servicio militar para la inmensa mayoría: un año –o dos– perdidos lastimosamente.

gonzalopeltzer@gmail.com

  Deja tu comentario